sábado, 2 de junio de 2007

UN DIA EN LA VIDA DE UN MOTERO

Érase una vez en un país imaginario (esto es para que quede claro que lo que sigue es un cuento…)
La cosa no empezó muy bien.
Se suponía que el tipo estaba en el bar esperando a la chica, cuando entró otro motorista.
-“¿Es tuya la Zephyr que está tirada en la acera?”-
Salió a toda prisa dejando el café y el casco sobre el mostrador para descubrir que, efectivamente, su Kawasaki yacía de costado, mientras Marga llegaba en aquel momento.
-“¿Es tu moto?, ¿Qué ha pasado?”- preguntó su amiga mientras el otro motorista empezaba a ayudarle a levantar la máquina y gruñía.
-“¡Mecagüen…! Si estacionas en la calzada, te la tiran fija al querer meter su coche en cualquier hueco, y si la dejas en la acera, además de quejarse los peatones, te la tiran también… y has tenido suerte de que es una naked, porque esto en mi CBR son U$S 1000 en fibras…”-
-“¡Yo lo he visto!-
se oyó una voz a sus espaldas-, el tío quería estacionar aquí, se ha subido un poco al cordón y te ha tocado la moto, desequilibrándola del caballete. El cabrón se ha largado en cuanto ha visto lo que había hecho”.
-“La madre que lo parió”-
solo atinó a decir él mientras conseguía poner en pie la Zephyr y empezaba a hacer mentalmente un informe de daños-.
•••
Una vez acabado el café, intentó olvidar el incidente y se dispuso a disfrutar del espléndido día que se abría ante él, de la compañía de Marga y de la excursión que habían planeado juntos, así que se pusieron en marcha dispuestos a abandonar la ciudad en cuanto antes.
Apenas empezaron a rodar, y al doblar por la primera calle en busca de la avenida se toparon con un grupo de 7 u 8 moteros que estaban ayudando a uno que se había caído con su Suzuki en medio del paso de peatones. El tipo, del que bajo el casco se adivinaba su cara de estupefacción, no paraba de repetir:
-“Pe… pero si apenas he rozado la maneta del freno, ¡os lo juro!”.
-“¿Qué ha pasado?”- le preguntó Marga desde el asiento trasero mientras él, por precaución, reducía a segunda a pesar de ir sólo a 40 y volvía un poco la cabeza para contestarle que no tenía ni idea, cuando de pronto se le fue de atrás y sobre el paso peatonal derrapó unos 4 o 5 metros con la moto totalmente cruzada, como una Jawa de dirt-track. Nunca supo cómo lo hizo, o quizá fue precisamente porque no hizo nada, y el noble chasis de la Zephyr obró el milagro, pero no se cayeron y, después de girar 180 grados, quedaron parados al otro lado del paso peatonal, mirando hacia donde un segundo antes habían ejecutado una pirueta por la que cualquier especialista de Hollywood hubiese dado un par de años de su vida. El corazón les latía como un viejo motor Sanglas, y los asombrados ojos de los moteros que ayudaban a su colega caído, amenazaban con salir a través de los integrales, mientras a dos manzanas de allí los servicios municipales de limpieza seguían regando el asfalto, el fabricante de la pintura “antideslizante” de señalización roncaba como un angelito en su chalet de la sierra y, en la otra punta de la ciudad, el concejal de tráfico ponía en marcha el coqueto Toyota Celica de su esposa, obsequio del roncador fabricante de pintura para señalización.
Una vez repuestos del susto y sin más contratiempos que un autobús que decidió que el paso de una moto no tenía por qué ser impedimento para arrancar e incorporarse a la circulación (después puso el intermitente y cara de Van Gaal, eso sí) y un Ibiza de cuyas ventanillas salieron una cáscara de naranja y una colilla encendida que consiguió evitar por poco, llegaron a la salida de la ciudad, donde sortear milagrosamente un taxi que debía estar conducido por Terminator, lograron acceder a la vía rápida que les llevaría a la autopista.
La mañana era radiante, el casi veraniego sol invitaba a disfrutar de la ruta y olvidarse de todas las minucias que no lograban empañar la maravillosa e inigualable experiencia de una excursión en moto con la compañía y la ruta adecuadas. Claro que, aquello mismo debía ser lo que habían pensado muchos de los domingueros que decidieron salir de la ciudad en libertad condicional hasta el anochecer, y aunque era temprano, el tapón en la entrada de la autopista era ya importante. Si bien había una decena de peajes automáticos abiertos, todo el mundo se agolpaba en la única cabina manual.
-“Ve por el automático, llevo la Visa”- le dijo Marga a sus espaldas-.
-“No, con la moto no se puede”.
-“Bueno-insistió ella extrañada-también llevo bastante monedas, la podemos echar en la cestita”.
-“No. No lo entiendes. Las motos tenemos que pasar por cojones por la cabina manual”.
-“Ah,¿pagan menos que los coches?”.
-“No. Pagan lo mismo”.
-“¡…joder!”.
-“…Pues eso”.
Catorce suspiros y tres recordatorios a la madres que los parieron después, llegaron a la cabina donde esta vez sí se cayeron.
El resbalón fue mucho menos espectacular que el del paso peatonal, pero aunque parezca imposible, la pericia y los esfuerzos del fabricante de pintura antideslizante de señalización aún no han logrado superar el grado de resbalamiento de la capa de grasa-gasoil-aceite-gasolina-mierda-inmundicias varias que los responsables del mantenimiento de las autopistas (de peaje, claro) consiguen mantener durante todo el año frente a las cabinas de pago, especialmente las manuales que, casualmente, deben compartir los camiones (verdaderos templos rodantes del desparrame de líquidos varios) y las motocicletas (los únicos a quienes pueden afectarles en parado las condiciones del suelo).
El caso es que al parar la moto frente a la ventanilla y poner el pie derecho en el asfalto (bueno, lo del asfalto es un decir), éste resbaló sobre la espesa masa mugrienta del suelo y cayeron él, chica y moto sobre el desgraciadamente blando suelo. Y digo lo de desgraciadamente blando porque si bien la gruesa capa de porquería evitó algunos daños físicos, resulto peor el daño moral de verse allí revolcándose en la mugre como un cerdo en sus propios excrementos. Cuando lograron levantarse, estaban literalmente rebozados en mierda, y los del Citröen Xantia de atrás partiéndose de risa.
Los 25 kilómetros de autopista pasaron sin nada digno de mención como no fuera el Mercedes aquel conducido por Stevie Gonder que se incorporó por la derecha sin mirar el retrovisor, o sin querer verle, y que le obligó a cambiar de carril, donde casi fue arrollado por un BMW y un Toyota que venían picados a no menos de 180; pero la cosa no paso a mayores y pudieron llegar vivos a la salida que enlazaba con la comarcal, donde dejarían atrás cualquier vestigio urbano y donde empezaba, por fin, la excursión de verdad.
¡Ahora sí! la vieja carretera se adentraba en el increíble paisaje que milagrosamente descubría uno a tan poca distancia de la ciudad y te transportaba a una dimensión donde el ajetreo ciudadano, las preocupaciones cotidianas, Internet y demás zarandojas daban paso a un universo de sensaciones que se agolpaban en tus sentidos invadiendo tu sensibilidad de mágicos colores, fragancias casi olvidadas y sonidos que surgidos de la naturaleza que te envolvía, armonizaban con el canto del tetracilindrico como si Quincy Jones en persona hubiese hecho el arreglo musical para la ocasión.
Para completar la fiesta, el tacto, tal vez el sentido humano más íntimo, se regalaba con el abrazo de Marga que ahí detrás apretaba su cuerpo contra el suyo y ceñía sus brazos en torno a él como queriendo retener para siempre aquellos momentos, aferrarse a aquellas sensaciones y archivarlas bien en sus neuronas para tenerlas durante toda la vida ahí, al alcance de cualquier ataque de nostalgia.
•••
Si hubo algo de aquella experiencia que no olvidaría nunca, más que el vertigo de una derrapada incontrolada, la mala leche que provocan las injusticias y la falta de respeto que rodean al motorista, más que el inenarrable placer de la sensación de libertad, la magia del equilibrio dinámico o el despertar de los sentidos, más que las extremas y contradictorias percepciones que aquella experiencia le preparaba aún para su placer y su angustia, si hubo algo que consiguió traspasar microchips y censores y se instaló para siempre bajo su piel, fue la sensación de ser saludado por primera vez por otro motorista.
Uno de los maestros de la literatura contemporánea, el novelista Frederick Forsyth, empieza su segunda novela, el best seller Odessa aseverando que todo el mundo parece recordar lo que estaba haciendo en el instante que se enteró de la muerte de Kennedy. Es cierto. Y yo me atrevo a añadir que todo el mundo recuerda su primer saludo motero, que sobreviene así, de golpe, sin previo aviso y sin que lo esperes: la Zephyr llevaba en su alfombra mágica a un hombre feliz, atiborrados sus sentidos de vida cuando el curioso grupito formado por una CBR 1000, una Virago y una Exup le llenaron los ojos de ráfagas y dedos en V; duró apenas un par de segundos, pero fue la emoción más intensa que había experimentado en su vida. Quedó clavado por la impresión y fue incapaz de reaccionar a tiempo devolviendo el saludo, pero se le erizó la piel y aquella breve imagen quedaría para siempre fijada en su cerebro.
•••
El tráfico había aumentado un poco al atravesar un par de pueblitos, y la Kawasaki viajaba ahora siguiendo a un par de coches a los que había decidido no adelantar para conservar la placidez del momento cuando se le echó encima el loco aquel.
Acababan de entrar en una larga zona de curvas que subía el pequeño puerto de montaña y viajaban a unos 50 ó 60 por hora, paladeando el paisaje y la libertad como el carísimo manjar que era, cuando el chirrido de un frenazo detrás suyo y un rítmico estruendo que al principio no reconoció le hicieron crisparse los dedos sobre las manetas mientras las sorprendidas pupilas buscaban el retrovisor izquierdo y las manos de Marga se estremecían, sobresaltadas, en las costuras de su chaqueta.
Detrás de la curva que acababan de pasar apareció el campeón del Mundo de Rallys defendiendo, sin duda, su título del furibundo ataque de algún perseguidor desesperado. Al salir derrapando del viraje se había encontrado con la lentísima moto precedida de dos zoquetes más que obstaculizaban su camino hacia la gloria. Claro que, bien mirado, no era el Mitsubishi de Makinen, ni tan siquiera el Toyota de Sainz, sino un Seat Ibiza de ésos que pintan de color vómito y les añaden un adhesivo que dice “GTI”. A sus cuatro ocupantes les brillaban aún más los ojos que sus rapadas cabezas, en la frente de las cuales llevaban unos letreros que decían: “voy hasta el culo de pastillas, aún no me he acostado y tengo prisa por continuar la fiesta, así que ¡¡¡apártate de mi carretera, imbécil!!!”
La exacerbante cadencia de algo que muy bien podría ser el pedo de un hipopótamo a 150 pulsos por minutos indicaba a todo ser viviente en un par de kilómetros a la redonda que aquellos cuatro fenómenos se estaban extasiando con el último mega-increíble-hiper- bombazo que reventaba las superpistas de baile de todas las alucinantes-giga-discotecas.
Había una continua allí y algo de circulación de frente, así que el chiringuito rodante aquel no pudo adelantar, pero, eso sí, se preparó para hacerlo en cuanto tuviese oportunidad, y eso para el antropoide que gobernaba el volante significaba pegarse a un palmo de la matricula trasera de la Kawa.
-“Oye, ¿no está este tío demasiado cerca?”-le dijo Marga con la cabeza en su hombro y el culo prácticamente sobre el capó del coche.
-“Sí, un poco…-contesto él en un susurro mientras empezaba a sudar bajo el casco sin quitar la vista del retrovisor en el que veía perfectamente la cara de la locura: un crío de no más de dieciocho años, con los ojos inyectados en sangre y un cambiante rostro que pasaba en fracciones de segundo, de reírse a carcajadas con la cabeza echada hacia atrás, a quedarse absolutamente inexpresivo observando hipnotizado el tablero y su equipo de música para, de vez en cuando, echarle a la moto unas miradas de psicópata que, de haber tenido poder para ello, le habrían volatilizado, borrado de la carretera-.
“¡Dios mío!-pensó-, que no me caiga, que no pase nada ahora y tenga que frenar o este tío nos mata…”.
-“Tengo miedo-
dijo Marga a su espalda-, está encima nuestro”.
Aceleró un poco acercándose al Audi que tenía delante, pero el descerebrado aquel seguía pegado a su Pirelli trasero, como un ciclista en una carrera tras moto.
No podía adelantar y ahora, al intentar huir del Ibiza, él mismo se había encajonado entre los dos coches, con lo que la situación había empeorado hasta el límite. Si ocurriese algo ahí delante y alguien frenase, Marga y él sabrían lo que siente una feta de queso metida en una Mac de tres pisos.
Se le ocurrió soltar la mano izquierda del manillar y con la palma vuelta hacia atrás agitar el brazo esperando que el deficiente aquel entendiese que debía separarse un poco, pero vio por el retrovisor que aquel error de la naturaleza estaba demasiado ocupado metiéndose ahora algo por la nariz, así que decidió intentar otra maniobra que, aunque arriesgada, era mejor que esperar impasible a que el verdugo les ejecutase de una vez con una leve presión de su pie sobre el acelerador: rozando apenas la maneta derecha, confió que la luz de freno actuase antes que la pinzas de los discos y el destello rojo del piloto pusiese en marcha algunas de las escasas neuronas que debía haber en la vacía soledad de aquel cráneo, sin embargo algo salió mal y cantó el afilador.
Los ciclistas profesionales son gente dura, sacrificada y valerosa, pero hay algo que les encoge el ombligo y les acelera el ritmo cardíaco más que un puerto de primera: el canto del afilador. Cuando rodando en pelotón se oye un siniestro siseo muy parecido al de un artesano amolando su cuchillo, se erizan los pelos de los cogotes, los dedos se aferran a los frenos, y los tobillos giran para liberarse de los enganches de los pedales, y es que va a haber una caída. El rechinamiento es causado por los tubulares de dos bicicletas que han rozado entre sí, y anuncian una inevitable caída que, en medio del pelotón, no es algo para tomarse a la ligera.
Claro que el pelotón en el que rodaba la Kawa era mucho más letal, y había ocurrido que al presionar levemente la maneta del freno, había soltado un poco el puño del gas, y los 1.062 c.c. de una Zephyr 1100 tienen un poder de retención de freno motor algo superior a un Piaggio 2 tiempos, y fueron suficientes para reducir a cero la distancia entre los dos vehículos.
El paragolpes del Ibiza llegó a contactar durante un microsegundo con el neumático trasero de la moto. Si se hubiese podido medir la intensidad del contacto, seguramente ésta no habría tenido más presión que una ventosidad de mosca (en el caso que esos bichos sufran de aerofagia), pero el plástico rozó con la goma, canto el afilador y el aterrador chirrido se alzo sobre los decibelios tecnomaquineros, y las migajas cerebrales que aún quedaban en el desecho humano le hicieron levantar instintivamente el pie del acelerador, momento que aprovecho el motorista para separarse un poco del que le precedía y echándose a la izquierda, adelantarse sin encomendarse a nadie.
-“Ahora o nunca-pensó-, prefiero morir adelantando que acorralado”.
Aunque por pelos, le salió bien.
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Un par de kilómetros después pararon en un claro que se habría en la cuneta derecha donde manaba una fuente.
-“Nos limpiaremos un poco”- le indicó a Marga mostrándole la croqueta de grasa pestilente que envolvía sus chaquetas. Aunque en realidad lo que pretendía era que pasara el demente del Ibiza, porque no tenía ninguna gana de llevarlo en el trasero. Y no tuvo que esperar mucho, un momento después empezaron a oír aquel conocido Tump, Tump y segundos más tarde paso Schumacher en versión 18 años y carnet de conducir nuevo.
Apenas descendidos de la moto y cuando empezaba a sacarse los guantes, un grupo de 5 ó 6 traileros, con sus Africa Twin, Elefant, y GS, se detuvieron al lado de la Kawa. El de la BMW preguntó a través del Nolan.
-“¿Problemas?”.
-“No, no”-les gritó él, señalando después la fuente.
Y levantando los pulgares se perdieron otra vez carretera arriba. Marga se quedó mirando hacia donde se habían ido.
-“Qué simpáticos, ¿no?”.
-“Bueno, es la solidaridad motera”-
dijo él controlando un ligero nudo en la garganta, y tras 5 minutos de brega con la suciedad de las ropas y después de constatar que el jugo que crece en el asfalto ante las cabinas de peaje es un excelente tinte para teñir chaquetas y pantalones, puso de nuevo la Zephyr en marcha y partieron de nuevo rumbo a donde fuese.
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Hasta que se desconectó el aparato todas fueron sensaciones placenteras, infinitas variaciones sobre un mismo tema que, como una buena improvisación de jazz, cada vez es diferente sin dejar de ser lo mismo en esencia, y aquella partitura estaba en clave de sol, libertad, vida y aventura. Hubo aún un par de sustos, como cuando metió la rueda en unas espantosas roderas del asfalto provocadas por una puñetera reparación (¿) del pavimento, o aquel parche en plena curva ciega que más que un pegote de alquitrán era un patíbulo rutero, o el Megane del Stop que no se sabía si saldría o no hasta dos segundos antes del cruce (Salió); pero quedaban también entrañables momentos como cuando en la travesía de un pueblo se vió en medio de un nutrido grupo de 15 ó 20 motos y anduvo con ellos una treintena de kilómetros compartiendo ruta con aquellos anónimos compañeros a los que nunca llegaría a conocer, a los que nuca vería sus caras y de los que jamás sabría sus nombres.
Estaba llegando al final y casi deseó que hubiese un viaje de vuelta, para seguir oliendo a gasolina y hierba mojada, para seguir escuchando el murmullo de la cuneta y las listonadas del motor, para seguir viendo los colores de la libertad, saborear el día, notar el viento en la cara y el abrazo de Marga, pero sabía que aquello debía terminar allí y, en efecto, se desvanecieron todas las sensaciones y, tras un destello verdoso, se esfumó todo, quedando sólo un vacío insípido de pantalla gris y ruido rosa.
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Se quitó el casco de realidad virtual y volvió al verdadero mundo de la sala de reuniones donde otras quince personas estaban también sacudiendo la cabeza mientras se desembarazaban de sus guantes cibernéticos y sus sensores.
-“Bien, señores- dijo levantándose el que estaba en la otra punta de la gran mesa ovalada- han asistido ustedes a la recreación virtual de una excursión motociclística corriente. Las situaciones son reales y han sido grabadas en vivo por especialistas. Las sensaciones que han notado ustedes son las que siente habitualmente un motorista en un autentico y ordinario viaje en moto. Señores ministros, señor presidente… (dijo mirando respetuosamente al virtual conductor de la Zephyr), creo que tenemos suficiente información para el debate…”.
Él se levantó y tras una breve pausa dijo:
-“En primer lugar, déjenme felicitarles por el trabajo realizado. ¡Bravo!-(una breve ovación)-, y antes de empezar, déjenme decirles que me he emocionado realmente durante un par de fases de la experiencia. –(Pausa)-. Sin duda, nuestra infraestructura vial quizá no es la más adecuada para este tipo de vehículos, pero creo que acabamos de comprobar que las sensaciones y las vivencias que se experimentan a bordo de una motocicleta compensan a este grupúsculo de los inevitables inconvenientes generados por su afición… por lo que me atrevo a adelantar que… ¡podemos y debemos apretarles más las clavijas! –(golpeó firmemente la mesa)-, no lo duden, señoras y señores ministros y secretarios: estos motoristas están llevando un nivel de calidad de vida, de disfrute de vida muy superior al de sus conciudadanos… ¡Oh! no voy a ser yo quien les niegue ningún placer –(sonrió ahora sórdidamente)-, no, por Dios, ¡éste es un país libre!, que gocen de sus motos, sí… ¡pero que paguen por ese privilegio!... Y si quieres que alguien valore algo realmente, dificúltalo, encarécelo, margínalo o prohíbelo. Entonces pagarán lo que sea por ello.
Y una salva de aplausos abrió el debate.
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Tres meses más tarde se presentaron al senado varias proposiciones de ley. Poco después estaban aprobadas:
- Se creó un impuesto especial para “Vehículos de Ocio” (los de dos ruedas con motor de más de 125 c.c.).
- Se empezó a distribuir una gasolina especial obligatoria para motocicletas (un 15% más cara).
- Los seguros aumentaron (aún más) cargados por una “derrama especial de siniestrabilidad motocicletas”.
- Las autopistas aumentaron sus peajes a las motos en concepto de “ocupación ociosa de la vía”.
- Se aprobó una nueva normativa sobre cascos con filtros anti-oloriferos obligatorios, para que los aromas de la ruta no distrajeran al conductor.
- Se prohibieron todo tipo de saludos entre conductores motoristas, porque se consideraba peligrosísimo soltar un momento una mano del manillar.
- Se perseguirían en adelante las paradas en la cuneta no justificadas (incluido el auxilio a asistencia de cualquier tipo llevado a cabo por particulares o no autorizados)
- Se prohibió a los pasajeros de motocicletas sujetarse o entrar en contacto físico con los conductores. en todo caso podrían agarrarse solamente a las asas colocadas a tal efecto.
- Se prohibió la circulación de tres motos en fila sin estar separadas por un mínimo de 70 metros.
- En caso de accidente, los daños causados por la motocicleta o sus ocupantes al arrastrarse por la vía y erosionar el asfalto o al destrozar señales de tráfico, guardarraíles y/o cualquier otro tipo de mobiliario vial, de resultas de un impacto con la máquina o sus usuarios, deberían ser satisfechos por el titular de la motocicleta al ser ésta un “vehículo de ocio”, cuyo uso no es considerado necesario o prioritario.
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Los motoristas de aquel país imaginario siguieron diciendo amén y bajándose los pantalones, y es que aquellos gilipollas continuaron siendo incapaces de crear una asociación que les representara y defendiese sus derechos.
… Y colorín colorado, este cuento se ha acabado (queda claro que es un cuento, ¿no?)

N.R. Jordi Nadal y Albert Escoda son dos prestigiosos Probadores/periodistas del mundo de las dos ruedas. Actualmente colaboran en la revista española Solo Moto 30.

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